Publicado en Página/12 el miércoles 14/06/17
Por Ricardo Haye (*)
En la primavera
democrática de los ’80 sentíamos que una nueva savia vivificaba las
instituciones, adormecidas, anuladas o aplastadas por la bota simbólica de la
dictadura cívico-militar que acabábamos de dejar atrás.
Eran tiempos de
esperanzas en que el regreso de la institucionalidad fuera, esta vez,
permanente. Pero también eran momentos de convicciones acerca de la necesidad
de fortalecer el entramado comunitario a partir de la comunicación.
Durante los años
de plomo, la Argentina había visto florecer algunas experiencias aisladas de
prensa subterránea. Frágiles, de alcance limitado e incierto y destino azaroso,
esas páginas precarias fueron cauce para procurar información y transmitir
ideas. Se trataba de periódicos locales o barriales, algunos de los cuales ni
siquiera alcanzaron la fortuna de la imprenta y debieron conformarse con el
recurso del mimeógrafo casero. Unas pocas publicaciones, entre las que se
pueden anotar las revistas “Hum®” y “El porteño”, superaron limitaciones y
consiguieron proyección nacional.
Ahora que la
sociedad recuperaba derechos, uno que se reclamaba enérgicamente era el del
acceso a la comunicación. La ecuación resultaba muy significativa porque
implicaba postergar en importancia el derecho patronal a la “libertad de
prensa” en beneficio del derecho de los pueblos a obtener insumos informativos,
interpretaciones plurales y opiniones diversas, que abastecieran la elaboración
del juicio de valor y de una cosmovisión personal por parte de sus miembros.
A los medios que
facilitaban esos propósitos se los comenzó a llamar “alternativos”, una nomenclatura
que operaba sobre presupuestos recortados dado que, más que definirlos por sí
mismos, lo hacía “en oposición” a otros, a los que se empezaba a caracterizar
como “medios del sistema”.
En ese contexto
surgió una oleada de nuevas emisoras que, sobre todo en el desabastecido
paisaje sonoro de provincias, venían a poblar el desierto dial de la modulación
de frecuencias.
Un grupo de esos
nuevos actores comunicantes encontró espacio en el ámbito universitario. El
país que le dio al mundo la primera emisora con esa estructura de propiedad y
que, desde hacía décadas disponía de tres radios trasmitiendo en AM (La Plata,
Córdoba y Santa Fe), comenzó a parir otras voces en la hermana más joven de la
modulación de amplitud, la FM.
Entre las
primeras de ese pelotón estuvo “Antena Libre”, que obtuvo temprano
reconocimiento oficial durante el período fugaz en el que la provincia de Río
Negro se dio una ley que la facultaba a administrar frecuencias. Esa norma
legal pronto fue dejada sin efecto por la administración nacional, pero
“Antena” ya estaba sonando en el aire del Alto Valle rionegrino y allí habría
de quedarse.
Un rasgo
característico propio la distinguía de muchas otras radios universitarias. Era
el hecho de haberse gestado asociada al proyecto de dinamización social que
encarnaba el Centro Productor de Comunicación Alternativa (CePCA), en la
Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional del Comahue.
Los documentos
fundacionales establecían que Antena Libre era la “fuente emisora propia” de un
sistema de Cabinas Populares habilitadas para generar productos radiofónicos en
barrios periféricos de la ciudad.
Allí se
desempeñaban los miembros de una Red de Comunicadores Populares que fueron
partícipes de ese proceso de mudanza dialéctica durante el cual la llamada
“comunicación alternativa” pasó a ser reconocida como “comunicación
comunitaria”.
Todos ellos
fueron seleccionados por sus organizaciones de base y recibieron capacitación
de un equipo interdisciplinario compuesto por comunicadores, asistentes
sociales y cientistas políticos de la Universidad.
Algunos años
después esa acción comunicativa valiosa, pero que descansaba sobre un
quebradizo sistema de voluntariado, se extinguió. Sin embargo, Antena Libre
perduró y mantuvo la fragancia barrial que alimentó su fundación en un lejano
invierno de 1987.
Lo hizo a pesar
del desapego de sucesivas administraciones rectorales de la Universidad, las
que hasta el día de hoy se negaron a adjudicarle una partida presupuestaria
propia. Subsiste pese a que la propia institución universitaria convalida un
régimen de precarización laboral vergonzante para su exigua plantilla de
personal.
Esa es la radio
que, empecinada y felizmente, continúa resonando. La que no tiene conflictos en
procesar y articular su componente académico con su espíritu comunitario. La
que comunica desde el compromiso y las convicciones. La que demostró
sobradamente que no le queda grande la marca que la presenta como “la radio de la vida”.