sábado, febrero 23, 2013

Eficacia de la razón narrativa

Publicado en Página/12 el miércoles 26 de diciembre de 2012



 Por Ricardo Haye *
Desde General Roca, Río Negro
El tipo se pasa toda la serie sentado en la misma mesa de bar. Se trata de un bar mediocre, de esos que funcionan en un viejo ómnibus reciclado.
Pero no solo el protagonista permanece allí todo el tiempo. También lo hace la cámara, en abierto desafío a los paradigmas establecidos de relato audiovisual.
En The boot at the end no hay variedad de locaciones y mucho menos efectos especiales espectaculares. Ni siquiera vemos persecuciones vertiginosas, incendio de coches o edificios, balaceras o gente enfrentándose a los golpes.
Y, sin embargo, es muy difícil abandonar su relato intrigante.
Originalmente la historia de Christopher Kubasik se desarrollaba en 62 miniepisodios concebidos para la web, pero el suceso que alcanzó determinó que la señal televisiva estadounidense de cable FX (filial de la cadena Fox) se interesara por el producto y lo incluyese en su programación en la forma de diez capítulos de alrededor de 12 minutos cada uno.
La singularidad de The booth... es la simpleza casi minimalista de su puesta en escena. Todo lo que se muestra ocurre en un mismo ambiente: el interior de ese bar sin muchas pretensiones, junto a la carretera. En la mesa del fondo se sienta un hombre al que recurren personas que buscan cumplir un deseo. El hombre, del que no sabemos nada, los escucha y les promete que podrán hacerlo siempre y cuando paguen el precio. Lo que les pide a cambio es que ejecuten alguna acción inconcebible en la que hasta allí venía siendo su vida cotidiana y que lo mantengan minuciosamente informado sobre los pormenores de ese trayecto en el que sacrifican su moral.
Un padre está desesperado por salvar a su hijo enfermo; una anciana quiere recuperar a su esposo que está hundido en las tinieblas del Alzheimer; una monja plantea que quiere volver a escuchar a Dios para sostener su fe; una muchacha explica que quiere ser más bonita; un hombre solo sueña con casarse con una modelo escultural; un policía intenta conseguir el afecto de un hijo rebelde.
Para alcanzar lo que pretenden tendrán que matar a un niño, poner una bomba en algún sitio público, embarazarse, robar un banco, cuidar de alguien o proteger a un colega corrupto.
A nadie se obliga a nada. Pero a todos se los confronta con el interrogante de qué tan lejos están dispuestos a llegar para obtener lo que quieren. Y también al de si luego sus conciencias podrán soportar la crueldad de los actos cometidos.
Ante el pacto fáustico que se le propone, uno de los personajes inquirirá:
–¿Cómo puedo saber que no eres el diablo?
La respuesta que recibe no lo tranquiliza ni acerca certezas a los espectadores:
–No puedes.
La serie concluye sin que se sepa si ese hombre misterioso e inalterable es un mago, una entidad angélica o el mismo demonio.
Aunque no muestra ninguna escena violenta, The booth at the end sugiere climas inquietantes que predisponen al terror filosófico.
Esa lógica invulnerable que los sajones expresan anteponiendo el “to show” (mostrar) al “to tell” (contar), encuentra aquí una formidable excepción a la regla. El texto representacional cede protagonismo al puro relato, que solo puede sostenerse sobre una base de ideas originales, planteos interesantes y diálogos inteligentes.
No hay exteriores y no se muestra ninguna de las acciones que se encomiendan a los “clientes”. La fuerza expresiva de la serie descansa en la conversación entre la persona que desea y la que concede. Los acontecimientos solo pueden ser imaginados a partir de las palabras que los narran, en una muy lograda contravención de aquella máxima que sostiene que la televisión es imagen en movimiento. Mientras tanto, el hombre de la mesa del fondo registra escrupulosamente los detalles que le van acercando sus interlocutores.
The booth at the end es un ejemplo extraordinario de cómo se puede edificar una historia cautivante con un mínimo presupuesto y confiando en la potencia de la palabra.
Un país como la Argentina, que en las vísperas de su transición definitiva hacia la digitalización televisiva se debate acerca de cómo construir una consistente y necesaria industria audiovisual, haría muy bien en detenerse a observar arquitecturas argumentales como ésta porque son las que justifican el énfasis con que muchos pensadores han reivindicado el valor de la “razón narrativa”: el relato conlleva posibilidades eficacísimas de transferir información, proponer temas en debate o dar a conocer puntos de vista.
Aprovechándose de esas fortalezas, Kubasik nos pone a pensar en cierto relativismo epocal que propicia el desplazamiento progresivo de las barreras morales y nos confronta con aquel interrogante perturbador: ¿hasta dónde somos capaces de llegar para conseguir algo?
Es mucho más que lo que suelen plantearnos tantas propuestas zonzas que nutren las pantallas.
* Docente e investigador de la Universidad Nacional del Comahue.

La búsqueda de referencias oportunas

Publicado en Página/12 el miércoles 14 de noviembre de 2012



 Por Ricardo Haye *
Tenemos en común la cuestión generacional. Oscar Bosetti en la UBA, Claudia Villamayor en La Plata, Rosita Mercado en San Juan, Tina Gardella en Tucumán, Diego Ibarra y Jorge Arabito en Olavarría. Y tantos otros. Todos somos docentes universitarios que enseñamos radio.
Y también compartimos una dificultad: muchas de nuestras referencias atrasan.
No podemos hablar en clase del trío que conformaban Cacho Fontana, María Esther Vignola y Rina Morán, sin dar definiciones biográficas y de contexto.Tampoco podemos nombrar, sin más, a Antonio Carrizo. Cuando mencionamos a Hugo Guerrero Martinheitz se impone que describamos lo que a nosotros todavía nos resuena como un eco cercano: su risa desacompasada, su ciclotímico gusto musical, su enorme talento para narrar. Incluso el fenómeno de Radio Bangkok exige explicaciones que lo distingan del descafeinado trabajo que hoy entrega Lalo Mir.
¿Cómo podríamos detallar lo que significó Niní Marshall en su tiempo? Sólo Capussotto podría servirnos de ejemplo, si su ciclo radiofónico hubiese sido menos esporádico.
¿Quién recoge hoy el guante que en su día arrojó Miguel Angel Merellano con su inteligente Generación espontánea? Mario Wainfeld y su Gente de a pie asoman como una posibilidad cierta.
No nos asiste la pretensión excluyente de sostener que todo tiempo pasado fue mejor. Ocurre que las referencias actuales no siempre alcanzan.
Apenas quisiéramos citar unos ejemplos de profesionales que, pudiendo gustarnos más o menos, dejaron su huella en el éter. Y es allí cuando el tiempo descarga la crueldad de su paso furioso y nos confronta con las caras impávidas de unas chicas y muchachos que se preguntan de quiénes diablos les hablamos.
Estimados estudiantes: las personas rescatadas del fondo cercano de la historia no son obra de nuestra imaginación. Fueron animadores de un prodigio comunicativo al que nosotros seguimos dedicando nuestros mejores entusiasmos.
Seguramente dentro de pocos años, nuestros actuales auxiliares docentes estarán sometidos a similares extrañamientos a propósito de los Matías Martin, Varsky, Sietecase, O’Donnell y demás.
Hasta entonces, sólo les pedimos que nos permitan seguir contándoles acerca de los arrullos melodiosos que nos entregaban Modart en la noche o Las siete lunas de Crandall, cuando aún no teníamos el acceso torrencial a la música que hoy propicia Internet. Que podamos continuar refiriéndonos al exquisito buen gusto que en esa misma materia demostraba Juan Carlos Beltrán o al elegantísimo humor de Juan Carlos Mesa. Y que en el mientras tanto, sigamos disfrutando del aporte nocturnal de Dolina y compañía.
Nos interesa conocer la radio que tuvimos, no para incurrir en el automatismo anacrónico de su reiteración, sino para tomar de ella los elementos que nos ayuden a mejorar la que hoy escuchamos.
* Docente e investigador de la Universidad Nacional del Comahue.

La radio, un escenario del cambio


Publicado en Página/12 el miércoles 29 de agosto de 2012



 Por Ricardo Haye *
Cuando en 1956 los ingenieros japoneses invadieron el mundo de transistores, lo más relevante no fue el cambio en la apariencia de los receptores, sino las transformaciones que se produjeron en los modos de recibir la radio. La escucha se individualizó porque cada oyente adquirió un receptor propio. Lo significativo no fue el design de los aparatitos, sino la socialidad de la escucha que la radio sacrificaba.
Ahora estamos nuevamente en un escenario proteico. Y otra vez aparece la necesidad de ser certeros en la determinación de qué es lo verdaderamente significativo para nuestros análisis.
Las tecnologías aplicadas a la información y la comunicación son más que meros soportes instrumentales de contenidos. Constituyen herramientas simbólicas que promueven nuevas construcciones culturales.
Por eso no podemos prescindir de una amplia, profunda y rigurosa consideración de las mutaciones sociales y culturales que traerá aparejado este fenómeno de actualización tecnológica.
La mejora en la calidad del sonido de la nueva radio no es tan importante como la multiplicación de señales que habrá disponibles y que configurarán un paisaje radiofónico mucho más abigarrado que el actual.
En este sentido, es probable que debamos volver sobre aquel concepto que instaló Toffler hace 40 años: la infoxicación, es decir la sobrecarga de información.
¿Cómo van a hacer los oyentes para desbrozar y organizar contenidos? ¿Y cómo harán los propios realizadores para moverse en medio de una maraña de datos cada vez más densa, con fuentes en permanente crecimiento? Todos sabemos que ya hay servicios que indexan, pero... ¿son confiables?... ¿qué riesgo de manipulación existe?
Dado que la creatividad de las personas muchas veces les ha permitido ir superando inconvenientes de modo artesanal, ¿podemos vislumbrar de qué manera harán frente a una oferta aún más congestionada?... ¿Habrá nuevas formas de filtrado o gate-keepers en los que pueda depositarse confianza? Es dable pensar que de los propios usuarios surgirán formas de difusión más o menos sistemáticas que intentarán volver cosmos el caos textual que se avecina.¿Serán suficientes?
Y, de parte de las propias radios, ¿cuáles serán las estrategias para significarse, para hacerse visibles, en medio de tanta aglomeración sonora?
Sería conveniente que cada estación trabajara para robustecer su identidad a fin de que los oyentes reconozcan inmediatamente sus rasgos característicos y, de ese modo, se les facilite la elección. Esa tarea de fortalecimiento comprende tanto al campo semántico como al estilístico.
En el primer caso, las emisoras tendrían que ensanchar sus alforjas nutriendo sus agendas temáticas y habilitando un número mayor de unidades de sentido.
Y respecto de las formas, resultaría oportuno volver a considerar la necesidad de regresar al relato.
La hermenéutica más actual ha puesto énfasis en la recuperación del pensamiento mítico. Pensadores como Ricoeur o Gadamer han destacado la situación privilegiada del relato por su riqueza simbólica y el vigor de su metaforicidad. El discurso narrativo ofrece una forma de conocimiento y comprensión distinta a la puramente teórico-discursiva. Las historias son territorio fértil para el desarrollo de concepciones e interpretaciones acerca del mundo y de la humanidad.
A propósito, una investigación sobre relatos audiovisuales desarrollada en la Universidad de Valladolid (España) establece la distinción entre discursos narrativizantes y desnarrativizantes. Los textos que narran contribuyen favorablemente a la formación de estructuras cognitivas del pensamiento narrativo en la infancia, mientras que aquellos que no lo hacen inducen en el niño una desestructuración de su pensamiento.
El trabajo sostiene que la exposición reiterada de los pequeños a estos relatos desnarrativizantes hace que la construcción de su realidad mental y social se vea distorsionada y constituya una forma de violencia social (http://www.isdfundacion.org/publicaciones /revista/pdf/07_N4_PrismaSocial_jesusbermejo.pdf ).
En realidad, nosotros podríamos casi despreocuparnos, dado que la radio de la Argentina trabaja muy poco para los chicos. Pero esa omisión no favorece la construcción de audiencia. Y cualquier día de estos la radio descubrirá bruscamente que su público ha envejecido.
* Docente e investigador de la Universidad Nacional del Comahue.

Sobre ágoras modernas


Publicado en Página/12 el miércoles 1 de diciembre de 2010





 Por Ricardo Haye *
Allá por los ’70, casi todas las manifestaciones callejeras de La Plata tenían la misma desembocadura. La protesta de estudiantes y/o trabajadores solía terminar frente al edificio del diario El Día, en diagonal 80. Cansados de reponer los cristales de sus amplias vitrinas, sacudidos por alguna pedrada artera, los propietarios tomaron un día la decisión de bajar las persianas metálicas y continuar manufacturando el periódico sin contacto visual con la calle. Todo un símbolo, pletórico de significados. Y las movilizaciones continuaron. Cualquiera que fuese su motivación, la consigna que las uniformaba era el canto de-saforado de “El Día miente”.
Con los años aprendió uno que esa pintura aldeana se había universalizado, a fuerza de repetirse en muchas otras ciudades y ante tantos otros periódicos.Nuestro ecosistema de medios era entonces más chiquito. Más que discernir entre “medios” y “medios poderosos”, en la mayoría de los casos sólo podíamos referirnos a los del segundo tipo, que eran los que había.
Observar aquellos hechos a cuatro décadas de distancia pone en los ojos unas gotas de indulgencia por la rusticidad de la confrontación. Sólo gritos destemplados (y alguna de aquellas piedras ladinas) procuraban ofrecer resistencia al virulento poder de fuego de las letras de molde. No existían las redes sociales capaces de multiplicar mensajes de denuncia como el que hace un mes permitió exponer un caso de censura del diario Río Negro ¡contra uno de sus propios accionistas!
En una manifestación de cierto refinamiento, la sociedad dejó de estampar graffiti en las paredes de las empresas periodísticas para hacer circular mensajes en idéntico sentido a través de las pantallas de miles de ordenadores. Pero sería un error suponer que la actualización epocal se agota en la que hace viable la modernización tecnológica. Existe también un espíritu de época renovado, más abierto a un debate conceptual cuya geografía se dilata y cuyos actores se multiplican.
La emergencia de nuevos emprendimientos periodísticos, como este diario que usted tiene en sus manos, y de otros soportes, como este diario que usted lee a través de Internet, robustecieron el flanco débil de quienes deseaban acceder a otras enunciaciones.
Mucho más nuevos aún, otros diarios y periódicos han venido a sumar su aporte a una diversificación discursiva necesaria y nutriente. Y en radios y canales de televisión también se expande un vocerío que tiende a equilibrar la presencia de discursos.
Tal vez por una curiosa paradoja del mercado, una radio que muchos manifestantes setentistas no vacilarían en calificar de “mentirosa” no ha podido suprimir de su horario central de emisión una de las pocas brechas por las que ingresa oxígeno a su programación. En ese sentido, el espacio que diariamente conduce Víctor Hugo luce con brillo propio una estructura muy preocupada por el ensanchamiento de la agenda temática, la impecable formulación estilística y la respetuosa consideración hacia el interlocutor ausente que se desprende de su cuidada producción previa.
Algunas emisoras permanecen férreamente sujetas a cosmovisiones hegemónicas y sus correspondientes intereses en la conceptualización. Pero otras amanecen con vocación de profundizar la experiencia del ágora, aunque sea desde la actual virtualidad de aquel antiguo espacio público griego.
En la televisión el ciclo que ha causado mayor impacto social en los últimos veinte años ha sido 6,7,8. Incluso con sus limitaciones y ofuscaciones, esta propuesta de la televisión pública habilitó un escenario de intenso debate. “Es periodismo militante”, apostrofan sus críticos. Sí, probablemente tanto como las presuntas tribunas de doctrina desde las que –hace demasiado tiempo ya– se imparten las claves de la hora. La diferencia es que no ha servido de usina a dictaduras sangrientas, no conspiró ni alentó sediciones y no proclamó afanes destituyentes.
¿Cuál sería la contraindicación de que un grupo de ciudadanas y ciudadanos emitan sus opiniones acerca de los comportamientos comunicativos de medios que –largamente– han demostrado ser poderosos factores de poder? “Es justamente por eso: no informa, opina”, se desgañitan otros. Y estaría mal que el canal público cerrara las compuertas a las noticias, pero en tanto no lo haga es positivo que también proponga lugares para la opinión y la interpretación. El periodismo no es un campo habilitado sólo para que las noticias potreen en exclusividad; su ejercicio también involucra el análisis y la ponderación de los hechos, la enunciación de juicios de valor, la inclusión de la subjetividad (cuya enunciación probablemente constituya el único auténtico acto de objetividad del que podríamos presumir).
¿Por qué escandaliza más un juicio hecho público por Barone y compañía que barbaridades como aquella de “las cholas bolivianas paren hijos colgándose de los árboles”, vomitada por el conductor de un ciclo radiofónico que es líder de audiencia? ¿Por qué un añoso locutor de otra emisora privada puede asociar natural (impunemente) el sustantivo “indígena” y el adjetivo “incivilizado” sin que se arme el revuelo que corresponde? ¿Por qué a tantas personas de bien que se indignan con las letras socarronas de Barragán no les perturba ni un poquito que un diario de Bahía Blanca despida a un genocida con un editorial panegírico?¿Por qué es aceptable la risa aquiescente con que Carrió saludó la cachetada de Camaño y, en cambio, es estigmatizado el apoyo de Sandra Russo a Milagro Sala?
¿Será que lo que en realidad molesta es que crezcan las posibilidades de contraponer estas realidades? ¿El desasosiego de los crispados no será producto de la mayor visibilidad que la sociedad alcanza cuando se fracturan los discursos de pretensión hegemónica?
Seguramente 6,7,8 no es el programa más inteligente que pueda hacerse. Es probable incluso que ni siquiera sea un buen programa. Pero ayuda a dinamizar el pensamiento, tanto de quienes comulgan con él como de aquellos que lo cuestionan.
Los interrogantes que estos sucedáneos del ágora griega contribuyen a plantear tornan remotos los recuerdos que inician este artículo. Porque más allá de cierto romanticismo asociado a lo que fue (o, quizá, se quiera creer que fue) una épica de juventud, lo cierto es que, acompañados por medios plurales, comprometidos y cada día más vigorosos, siempre estaremos mejor que gritando en medio de la calle.
* Docente e investigador de la Universidad Nacional del Comahue.

Fantasía y artefactos culturales


Publicado en Página/12 el miércoles 22 de setiembre de 2010





 Por Ricardo Haye *
Cuando mi padre quería desacreditar algo que veía en la televisión, solía apostrofar: “es pura fantasía”. En la conciencia de muchos sigue latiendo el concepto de que lo fantástico no entraña nada bueno. Algunos pensadores muy serios lo descalifican presentándolo como un producto de mera evasión, entre cuyos rasgos más salientes no dudan en situar la falta de compromiso.
Sin embargo, entre los repliegues fantásticos de su discurso muchos artefactos culturales han colado oblicuas, sugestivas y potentes referencias a la realidad.
Existen miles de ejemplos en los que las entrelíneas resultaron más elocuentes que un texto explícito. Tomemos uno. Era la mitad del siglo XX y mientras la industria audiovisual norteamericana pagaba las consecuencias de la Guerra Fría con una mortificante restricción de sus agendas temáticas, el talentoso Rod Serling se dedicó a sacudir conciencias a través de una serie que se volvería objeto de culto La dimensión desconocida. Frente al control de contenidos dispuesto por el macartismo, ese producto televisivo semanal de treinta minutos dejó en evidencia que la censura es estéril ante la inteligencia. Serling había descubierto que podía perforar la mordaza y exponer libremente sus pensamientos si los ponía en boca de personajes de fantasía, colocados en contextos y situaciones imaginarios. Si la realidad es inabordable –parece haber pensado–, la alcanzaremos a través de la fantasía. En el trayecto fue ocupándose de asuntos tan reales como los prejuicios, los miedos, los totalitarismos, la intolerancia. Y lo hizo desde la misma (aparente) erosión de la realidad. La ecuación de La dimensión desconocida sostenía que las cosas que no pueden ser dichas por un republicano o un demócrata bien pueden ser expresadas por un marciano.
En la teleserie de Serling hubo capítulos pertenecientes al género fantástico y otros que adscribían a la ciencia ficción. No son categorías similares, como lo han señalado varios autores, de Todorov hacia aquí. Tampoco lo son los relatos maravillosos, sobrenaturales o extraños, por mencionar parte de una tipología que, sin que se nos escapen las diferencias, compendiamos bajo la nomenclatura general de “fantástico”.
En el ejercicio de la libertad creadora, el arte fantástico sugiere otros mundos, cambia las respuestas que daría la realidad y pone al público ante la situación de que, aun cuando acabe rechazando la propuesta, se sienta convidado a considerarla aunque sea fugazmente.
Hace ya más de cuarenta años, cuando escribía El espíritu del tiempo, Edgar Morin sostenía que el sincretismo debía ser el punto de unión entre información y ficción. Esa conciliación, planteaba el teórico francés, no debía olvidar ni a la ciencia ni a la poesía o el cine, y debía enraizarse siempre en una exigencia de inteligencia y sensibilidad.
Nada mejor que la fantasía para obtener esa armónica integración y posibilitarnos el disfrute estético. Pero también para desarrollar nuestra imaginación y combatir los dogmas observando la realidad bajo otro prisma.
Este ideario preside la convocatoria a las Jornadas sobre lo fantástico en los artefactos culturales, que se llevarán a cabo del 7 al 9 de octubre próximos en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional del Comahue. En análisis se encontrarán productos audiovisuales, sonoros, gráficos, literarios, plásticos y de la historieta, entre otros. Los interesados pueden obtener más información en el sitio www.fantasiayartefactos.blogspot.com
* Docente e investigador de la Universidad Nacional del Comahue.

La radio no puede continuar desnuda de arte

Publicado en Página/12 el domingo, 22 de agosto de 2010



Alguna vez fue vista como un campo de experimentación sonora por figuras de la talla de Welles, Brecht, Beckett y Artaud. Sin embargo, por varios motivos, la radio parece haber renunciado a esa ambición creativa. Recuperarla puede ser una de las claves para revitalizarla.
 Por Ricardo Haye
Doctor en Comunicación Audiovisual. Docente e
investigador de la Universidad Nacional del Comahue
Aunque desde hace unas seis décadas resuenan las agorerías que profetizan su muerte, la radio cumple noventa años en medio de la febril actividad que la acompañó siempre, con altos índices de credibilidad y destacadas cotas de penetración popular. De todos modos, ahí nomás se encuentra un horizonte de cambio que solo la necedad puede hacernos ignorar.
La digitalización multiplicará la cantidad de señales sonoras que hoy congestionan el éter. A esa oferta ampliada, hay que sumar las miles de alternativas que se agregan a través de Internet. Streaming y podcast (*) mediante, vuelven anacrónica alguna especificidad como la fugacidad de los mensajes y desmienten que el oyente no pueda escoger el momento de la escucha.
Aquel concepto que Alvin Toffler acuñó para referirse a la sobrecarga de información, la infoxicación, se reactualiza en este tiempo.
Desde la perspectiva de las audiencias, más que antes, se agiganta la necesidad de desbrozar y organizar contenidos. Si bien ya existen servicios que indexan, siempre queda un amplio margen de duda acerca de su confiabilidad y el riesgo de manipulación que generan.
Por esa razón, las emisoras harían bien en robustecer su identidad, a fin de que los oyentes reconozcan inmediatamente sus rasgos característicos y se facilite su elección. Esa tarea de fortalecimiento comprende tanto al campo semántico como al estilístico.
La radio argentina, que no sólo dista mucho de ser la peor del mundo sino que suele dar muestras de significativa calidad, debería ensanchar sus campos temáticos a fin de introducir en su torrente discursivo nuevas unidades de sentido que amplíen el capital simbólico y cultural de las audiencias.
Pero, además, sería deseable que refresque y enriquezca su expresividad, en rumbo a una estética capaz de generar deleite en el público. Para lograrlo sólo hay que abrir cauces a la experimentación, diversificar las formas elocutivas y equilibrar de modo más armónico la participación de los elementos del texto sonoro. La palabra y la música, tan sobreabundantes, pueden contribuir cediendo espacios a los efectos sonoros, cuya capacidad referencial y pictórica está fuera cuestionamiento. La masa sonora debe asumir la vitalidad y el dinamismo que en su día posibilitó el estéreo y hoy expanden aún más los sistemas de sonido multicanal.
Por último, la forma más efectiva de vigorizar las propuestas y conferirles nítida individualidad la alcanzarán aquellas emisoras que apuesten a recuperar capacidad productiva antes que poner todas las fichas en un espontaneísmo vacuo, superficial y descomprometido.
Cuando florezca esta conciencia, los realizadores advertirán que la radio no puede continuar desnuda de arte y todos nos beneficiaremos con propuestas que acrecienten nuestra capacidad crítica y agudicen nuestra sensibilidad.
*Sistemas de transmisión y de descarga de la web.

Otro orden narrativo


Publicado en Página/12 el miércoles 23 de junio de 2010



 Por Ricardo M. Haye
* Desde Roca, Río Negro
En su libro Storytelling, Christian Salmon formula algunas apreciaciones temerarias. Según ese texto, el imperio americano se ha dado a la labor de transformar la realidad en fiction, minando los cimientos de la racionalidad mediante una increíble operación de manipulación de las mentes a través de los seriales estadounidenses. Para Salmon, los técnicos especializados del storytelling se encuentran tras las marcas y series de televisión, pero también a la sombra de las campañas electorales de Bush o Sarkozy y de las operaciones militares en Irak. Su conclusión categórica es que el imperio se ha apropiado de la narración.
En primer lugar, habría que señalar que en el otro polo de la emisión hay algo más que cerebros baldíos, aun cuando el torrencial aluvión de mensajes alienantes mortifique sus capacidades.
En segundo término cabe puntualizar que constituiría un error ceder sin más los derechos universales a contar historias.
Los estadounidenses incurren a menudo en similares actitudes de apropiación.Ya en los ’60 se atribuyeron la paternidad del llamado “nuevo periodismo”, desconociendo –por citar sólo un ejemplo– que dos décadas antes Roberto Arlt había publicado sus deliciosas e innovadoras Aguafuertes.
Ahora pretenden ser los pioneros del relato, ignorando la trascendencia que los narradores han alcanzado en diversas comunidades a lo largo de una historia milenaria.
Sin embargo, podemos aceptar que las historias que cuentan los norteamericanos poseen una formidable capacidad de penetración a propósito de la posesión de un complejo transmedial de enorme poder y diversidad de soportes.
Aun sin semejante aparato, quienes no formamos parte del imperio podemos analizar las estrategias que el nuevo orden narrativo del storytelling emplea y concebir modos de replicar su unilateral visión del mundo.
Salmon señala que el objetivo del storytelling es domesticar a la opinión pública y adueñarse de las prácticas sociales, los saberes y la memoria del individuo. Que su efectividad no es absoluta lo revela su propio texto de denuncia.
Que las propiedades ciertamente atractivas del arte de contar historias pueden ponerse al servicio de la edificación de un contradiscurso esclarecedor (otro nuevo orden narrativo) es una tarea que nos compete a todos.
* Docente e investigador de la Universidad Nacional del Comahue.


Sobre libertades y alternatividad

Publicado en Página/12 el miércoles 12 de mayo de 2010


 Por Ricardo Haye *

A veces conviene explicitar lo obvio: el reclamo de libertad de expresión no puede circunscribirse a los periodistas. Es un derecho que les asiste a los profesionales de la comunicación, pero también a cualquier ciudadano de a pie.Una vez entendido eso, cuesta comprender la pertinacia con que se reclaman medidas que obturen el pronunciamiento de las personas.
Existen miles de argentinos que sienten repugnancia por el comportamiento de algunos poderosos medios decididos a potenciar su condición de agentes de poder. Y resulta anacrónico querer prohibirles la manifestación de su sentimiento.
Sin embargo, un grupo de periodistas ataviados con el ropaje de la fama concurrieron al Congreso de la Nación con el propósito de exigir que se “fijen límites institucionales a las agresiones” que dicen estar sufriendo.
En primer lugar, habría que detallar la índole de las presuntas agresiones, que parecen consistir –apenas– en el ejercicio de su libertad de expresión por una parte de la ciudadanía.
Pero luego cabe reflexionar respecto de los “límites institucionales” requeridos.Sería provechoso que alguno de los peticionantes aclarase si lo que demanda es la reposición de la figura de calumnias e injurias, esta vez a favor propio y en contra de quienes razonan distinto.
El otro reclamo de ese selecto grupo es el de que se realicen tareas de inteligencia para descubrir quién pagó los afiches anónimos que cuestionaron el desempeño de algunos periodistas.
Que sean precisamente profesionales de la información los que demandan acciones de “inteligencia interior” produce una profunda perturbación. Quizá si se les preguntara, alguno de ellos querría proponer al Fino Palacios para que conduzca la tarea.
Estos hechos documentan una complejidad epocal tal vez inédita desde el derrumbe de la última dictadura.
Hace unos 25 años, cuando empezábamos a acostumbrarnos a vivir de manera democrática, el término “alternativa” cobró importancia por su función calificadora del sustantivo “comunicación”. El mayor déficit de la palabra era que siempre terminaba definiéndose por oposición. Aludía a lo “otro”, a lo que, siendo diferente, resultaba necesario. Pero su dilucidación, muchas veces adolecía de firmezas.
Frente a la formidable acción corporativa de grupos concentrados que trabajan en pos del discurso único y hegemónico, tal vez no fuera mala idea desempolvar aquella expresión y darse a la tarea de llenarla de sentidos. Porque sólo la presencia de pensamientos alternativos posibilitará que se enriquezcan el escenario social y nuestro paisaje mental.
* Periodista, docente e investigador. Universidad Nacional del Comahue.